Vailia - Capítulo 1: un arroyo y una cueva
16:05Capítulo uno: Un arroyo y una cueva
Aryma
Estaba agitada, tanto que no podía permitirme siquiera gastar un solo respiro en mirar hacia atrás. Ya era costumbre correr y que las pequeñas ramas se enlazaran justo en mis tobillos, pero cada paso que daba me costaba más. El bosque comenzaba a rasguñarme los brazos y la sangre salía a borbotones de mis pómulos lastimados. El viento suspiraba a mi favor, pero también al de ellos.
Eché una mirada rápida a mi alrededor y, entre pinos y arbustos secos, divisé un hueco entre troncos difícil de atravesar. Me metí.
—¡Que alguien sujete a esa bestia! ¡Que arda en el fuego!
Oía esos gritos feroces cada vez más lejos, pero el miedo y el frío recorría todos mis huesos. Sin embargo, no miré atrás: pude divisar el comienzo de un arroyo repleto de agua blanca y el reflejo del sol en ella. Nunca lo había visto, nunca había llegado tan lejos, pero corrí hacia este. Tomé una bocanada de aire y me permití ver hacia atrás. No había nadie entre medio de los árboles secos que había dejado el invierno de Agua, los había perdido.
Seguí corriendo hasta que sentí que el corazón me desgarraba el pecho. Estaba preparada para llevar el pulso de todo mi cuerpo hasta que me ardan las venas, pero me quemaba por dentro y se me entumecía cada dedo de los pies. Llegué al arroyo y bajé la velocidad. Estaba agotada, cada rasguño que me había quedado eran mil agujas entrando en mi piel pálida.
Tomé aire y me dejé caer al lado del agua. La toqué con la punta de mis dedos y sumergí ambas manos, estaba caliente en el medio del frío paralizador. Ya no sabía diferenciar si me encontraba abrumada por el cansancio o por el paisaje que se levantaba a mi alrededor. Estaba segura de que no existía una mezcla de verdes y celestes tan hermosa como la que estaba contemplando en ese momento. Como si tuviera que pedir disculpas por atreverme a pisar el pasto o mirar el cielo.
—Bestia —susurré con una sonrisa formándose en mi rostro. Debería reírme a carcajadas, pensé. Tomé mi bolso negro y alcancé una tela rota que utilizaba como venda. La amarré en mi codo reprimiendo suspiros de dolor.
El frío comenzó a adueñarse de mi cuerpo y el hambre de mi estómago. Seguía agitada, pero me concedí un descanso y observé los troncos que, si pudiera apostarlo, llegaban hasta el cielo. Nunca, en mi vida, había estado en un paisaje tan puro. Los rayos de sol entraban entre medio de las hojas de los pinos verdes y el agua del arroyo ni siquiera se movía. No había aves, ni animales salvajes, solo un silencio tan severo capaz de dejarte sordo. También me permití verme a mí, repleta de barro, sangre y sudor. Mis botas marrones estaban negras y el trapo que tenía de abrigo se encontraba roto y estirado.
No podía volver a mi casa, no ahora. Los dueños y los clientes de la taberna me habían perdido de vista, pero no para siempre. Era cuestión de tiempo que me encuentren, tiempo justo para hundirme en el arroyo y limpiarme.
Me saqué todo lo que tenía puesto, desaté mi cabello negro, dejé mi espada cerca de la orilla y comencé a bañarme. A lo lejos observé la bolsa repleta de oro que había robado, no pude mantener la mirada mucho tiempo. A veces, robar me daba culpa. Mi hermana solía decirme que la culpa siempre dependía de a quién se le quitaba lo suyo. Tenía razón. Me retorcía la panza pensar que, capaz, el oro de una taberna podría servirle a alguien más que a mí. Que, capaz, el dueño monstruoso de ese lugar tenía hijos que hoy no comerían. Se me ocurrió devolverlo, pero si lo devolvía, la hija de mi hermana seguiría desnutrida. Y ellos no perderían la oportunidad de clavarme una estaca.
Me dirigí a la orilla y salí rápido del arroyo. Me vestí y tomé mis cosas, el frío comenzó a paralizar mi mano. Observé más allá del agua: parecía que el paisaje se completaba en un nudo de árboles con unas luces intrépidas que no llegaban a ningún lado. Podía descansar ahí, en medio del silencio y en un laberinto de naturaleza que jamás iba a volver a ver.
Tomé el camino derecho que me señalaba el agua misma. Estaba consumida por el cansancio, la cabeza me dolía y la espada me pesaba. Observé un árbol enorme a unos metros, lo suficientemente grande como para poder recostarme y que nadie me encuentre. En realidad, dudaba de que cualquier ser vivo recorra este bosque. No lograba oír ni el canto de las aves, ni las pisadas de los animales, mucho menos la voz de una persona.
Sin embargo, detrás de mi pino elegido, en medio de arbustos, hojas y ramas, había una cueva enorme entre un muro de árboles que no me dejaban ver hacia atrás. Di un paso hacia la cueva y miré hacia atrás: estaba lejos de casa, de mi choza, incluso de mi pueblo. Todavía sentía las miradas de los clientes de la taberna como una flecha en el pecho, no podía volver.
Miré nuevamente a la cueva, agarré mi espada y ajusté la lanza que llevaba en la funda de mi cinturón. Sentía una profundidad inminente, como si la oscuridad me comiera y cada sonido que producía yo misma me ahogara. Coloqué un pie adentro y las llamas en los faroles de vela se encendieron al unísono. No grité. Aunque el miedo recorría cada rincón de mi cuerpo, algo me llevó adelante.
Pasaron los minutos y seguía caminando, no sabía hasta cuándo ni tampoco por qué. No estaba segura de si la cueva tendría algún final sorprendente o simplemente una pared marrón que me hiciera darme vuelta e irme de la cueva. Mi hermana me diría que siga hasta averiguarlo, se preguntaría qué son esos faroles y por qué se encendieron solos. Yo estaba observando cada hueco por si había algún objeto de valor que podría llevarme. Pero, incluso concentrada en ello, sentía que iba a encontrarme con algo más que una pared de barro y tierra.
El último paso que di, movió la tierra bajo mis botas y me estremeció la columna entera. El único movimiento al que pude acertar fue tomar la empuñadura de mi espalda y sujetarla con presión. Frente a mis ojos, las paredes de la cueva temblaron, y se abrieron colina arriba, dejando caer gotas de tierra y darle paso a las ráfagas de luz del sol más brillantes que había visto en mucho tiempo.
La cueva ya no era más una cueva, era una simple entrada a un jardín en la punta de una colina con una construcción tan grande que a muchos les daría terror.
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